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El poder de la confianza y el peor portero del mundo Cuando alguien te motiva a creer en ti mismo, no hay imposibles. Aunque, como yo, seas el peor portero del mundo.

Por Eduardo Scheffler Zawadzki

Filip Viranovski | Getty Images

No exagero cuando digo que yo era el peor portero del mundo.

Miraba nervioso el embate desde mi arco: íbamos perdiendo por 30 goles y pese a mis sobrehumanos esfuerzos, cada ataque del equipo rival culminaba con otro gol.

Mis compañeros me miraban con recelo y yo maldecía en silencio la hora en la que había levantado la voz para decirle a Enrique, el entrenador del equipo de balonmano del colegio, que quería ser el portero del equipo.

A la fecha, no tengo idea de qué fue lo que él vio en mí o lo que lo hizo apostar por ese preadolescente larguirucho con cero habilidad para dominar un balón y ponerlo a defender el arco cuando había en el equipo niños mucho más ágiles que yo.

Terminé ese primer partido como pude.

Recuerdo las miradas de mis compañeros durante las palabras finales que Enrique nos dedicó después del encuentro. Había, sobre todo, incredulidad y enfado por el desempeño del nuevo portero y ante la idea del entrenador de ponerme a defender el arco.

Enrique no me dijo nada, por lo que intuí que mi carrera guardando la portería del equipo se había terminado. Mi destino era un lugar perpetuo en la banca, entrando de cambio un par de minutos cada partido para darle un respiro a alguno de mis compañeros que ya se había cansado.

Durante el siguiente entrenamiento Enrique me llamó aparte y me puso a hacer unos ejercicios especiales para porteros. Estiramientos, carreras para abandonar el área, tocar el balón y regresar rápidamente, antes de que un tiro elevado rebasara mi cabeza y entrara a la portería. Luego se paró frente a mí y me pidió que extendiera los brazos y las piernas. Sosteniendo firmemente el balón, Enrique comenzó a golpear distintas partes de mi cuerpo: los antebrazos, las pantorrillas, el abdomen y el pecho. Lo hacía con fuerza, concentrado, mirándome a los ojos, pero sin decir nada.

Para finalizar el entrenamiento puso al resto del equipo a tirar una y otra vez, de todos los ángulos posibles, mientras yo intentaba como podía, defender la portería.

Terminé molido, pero volví a casa transformado.

Pese a mi torpeza, Enrique había confiado en mí y ese simple acto bastaba para que yo también me creyera capaz de ser el portero del equipo.

A partir de ese día y cada vez que podía, salía al parque al lado de la casa para lanzar el balón contra la pared con fuerza y tratar de atraparlo. Repetía los ejercicios que Enrique me ponía en solitario una y otra vez, hasta el cansancio. En los entrenamientos entregaba todo lo que tenía y siempre me concentraba para intentar hacerlo un poco mejor cada día.

El hecho de que alguien creyera en mí me alentaba y motivaba la confianza que yo me tenía a mí mismo.

No les voy a mentir: los siguientes partidos no fueron más sencillos que el primero. Los goles seguían entrando y las miradas de mis compañeros seguían siendo desesperadas mientras Enrique aguantaba y se mantenía firme en su decisión de tenerme bajo el arco, aunque perdiéramos.

En algún momento, algo cambió.

El larguirucho preadolescente se transformó bajo la portería. Las largas horas de entrenamiento dieron resultado y ágilmente detuve un tiro imposible que iba a gol. La confianza que existía en mi interior se desbordó hacia afuera para convertirse en un grito de júbilo colectivo.

Me había transformado en el arquero del equipo.

Antes de que me diera cuenta mi cuerpo creció y de ser uno de los elementos más bajitos del equipo, llegué a medir un metro con noventa centímetros y con los brazos extendidos cubría la portería casi entera.

Pero más que mi cuerpo, lo que se había transformado era mi actitud.

Jugué handball como portero titular y absolutamente confiable durante muchos años más. En algún momento Enrique dejó de ser mi entrenador y nos perdimos el rastro.

La verdad es que hoy sigo siendo muy torpe con el balón y para muchas otras cosas. Pero la confianza que me tuvo Enrique me enseñó a hacer algo a lo que todavía me aferro en tiempos de tormenta, de goleadas y de desesperación.

Mi entrenador de handball me enseñó el poder que tiene creer en ti mismo, aunque seas el peor portero del mundo.
Eduardo Scheffler Zawadzki

Entrepreneur Staff

Experto en creación de contenidos

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